jueves, 23 de junio de 2011

Cafetería Bar Chikito

BAR CHIKITO. HISTORIA.

La Cafetería Bar Chikito está situada en la calle de Diego de León 20, 28006, de Madrid. Su teléfono es el 915 765 296 y su página web es: http://www.cafeteriachikito.com/.

El Bar Chikito, que es así como se conoce, fue fundado apareció como tal en el año 1932 gracias a Don Raimundo Viana, siendo un local muy entrañable del barrio de Salamanca. Con el tiempo escritores, artistas y toreros se acercaban al Bar Chikito a tomar unos vinos y unas croquetas de huevo duro, famosas en todo Madrid, siendo el diestro Miguel Baez “Litri” uno de los grandes propagadores de la bondad de estas croquetas.

El Bar Chikito fue una de los primeros en contratar personal femenino para atender la barra, y multitud de curiosos entraban en el establecimiento para comprobar cómo guapas y amables señoritas servían con pericia una caña de cerveza y los mejores sándwiches y canapés variados, así como el vermut a la salida de misa o mientras se rellenaba la Quiniela Hípica, cuando estaba de moda hacer apuestas de carreras de caballos en el Bar Chikito.

Entre las anécdotas curiosas, y trágicas, está aquella del aciago día 20 de diciembre de 1973, cuando muy de mañana, dos terroristas de ETA desayunaban con toda naturalidad en la barra del Bar Chikito para asesinar, inmediatamente después con una tremenda explosión en la calle de Claudio Coello, al almirante Carrero Blanco, en aquellos tiempos Presidente del Gobierno, delante de la Iglesia de los Jesuitas.

Otra anécdota más amable la tenemos cuando un Presidente del Gobierno de la democracia, Don Leopoldo Calvo Sotelo, iba muy a menudo, casi exclusivamente a limpiarse los zapatos además de degustar un buen café matutino, con Manolo (el “maestro lustrador” como gustaba de llamarse), sumiéndose en largas conversaciones, discutiendo sobre los más variados asuntos y finalizando sus interminables charlas con un no menos abrazo de despedida.

Hoy el fundador del Bar Chikito, Don Raimundo Viana, ya no está con nosotros, pero continúa su labor su hijo Don Carlos Viana, habiendo contemplado mas de dos generaciones de madrileños su obra, su dedicación su profesionalidad.

Todavía apetece, nos apetece, acercarse a la ondulante y cálida barra de madera de raíz para degustar con todo el sosiego del mundo y el servicio más personalizado, un vino español muy frío acompañado de unas aceitunas manzanilla y un exquisito canapé de “tartar” de ahumados o un delicioso y sorprendente “jacobino” a la mostaza, aunque ya tampoco esté Manolo, le limpiabotas, el “maestro lustrador”, para sacarnos brillo a los zapatos.

Os recomiendo encarecidamente que visitéis y disfrutéis de la Cafetería Bar Chikito.


BAR CHIKITO. RELATO CORTO.

Este relato corto se publicó en el núm. 0 de la revista literaria digital ALASTRAMUNDOS, Febrero de 2004.

Me encuentro sentado cómodamente en una de las butacas de las mesas exteriores de la cafetería “Bar Chikito” situada en el chaflán de las calles madrileñas de Diego de León y Velázquez. Es un maravilloso día del otoño madrileño. Hay ruido en torno mío, pero estoy tan absorto saboreando una taza de buen café colombiano que mis oídos oyen pero mi cerebro se niega a hacerse cargo de la vorágine que se ha convertido la circulación en Madrid.

Dejo vagar mi imaginación y me veo en el pasado, con cuarenta y pico años menos, delgadito, aunque ahora estoy algo entrado en carnes, con una decena de años y sentado en la mesa del comedor adyacente a la cocina de la casa de la calle de Diego de León en donde nací y vivía entonces.

Es un misterio, pero aún recuerdo los olores de aquella casa, la casa de mi infancia. Aquel aroma del café que nos daban, más tarde me enteré que era achicoria, ¡qué queréis era la posguerra!, no era el actual; pero allí estaba yo, con un tazón monumental de café de mentirijillas con buena leche al que yo, golosón, le agregaba tres cucharadas de azúcar y que no removía.

Todas las veces era reprendido por alguno de los mayores de la familia por esa extraña forma de tomar el café con leche. El misterio no era otro que odiaba la leche, nunca me gustó, y ahora, muchos años después, sigue sin gustarme; esto unido a que el café que se tomaba por aquellos pagos era bastante deficiente, encontré la solución de tomar aquella, para mí, mezcla diabólica que sabía, sin remover el azúcar, a rayos y truenos, trasegando rápidamente y pasando el trago por el coleto lo más rápido posible para, después, como colofón, tomar aquella especie de pasta dulcísima por las tres cucharadas de azúcar con el puntito amargo del café, y que te dejaba la garganta tan pastosa.

La vida de un niño de posguerra era aburrida, pero eso no lo sabíamos nosotros, así que el trajín diario que suponía hacer algún mandado y acudir a desasnarse, como decía mi tía Isidra, a la escuela primaria llenaba toda nuestra infantil existencia.

Lo que más me gustaba era que me enviaran a que me llenaran la lechera de leche fresca en la vaquería que tenía en mi propia manzana, a espaldas de mi casa. Había otra enfrente de casa, con más vacas y varios perros con morro negro y unas orejas muy pequeñas y el rabo cortado, pero nunca descubrimos la razón, eran perros de raza boxer y el vaquero era su criador; a esta vaquería sólo iban los niños mayores porque había que cruzar la calle de Diego de León y era peligroso.

A mí me gustaba más mi vaquería, la de la calle de Lagasca, pues tenía más vacas y olía muy fuerte, cosa que nunca nos importó. El dueño, padre de mi amigo Paco, nos dejaba entrar en el recinto y subirnos a las pilas de balas de alfalfa, donde el máximo placer era hacer un buen acopio de “mariquitas”, un insecto que nos parecía bellísimo, con aquella capa roja llena de pintitas negras. Teníamos un tarro de cristal, desportillado, y lo llenábamos de mariquitas, que, posteriormente, cambiábamos por cromos viejos o tacones gastados, al hijo del zapatero del barrio, para jugar al tacón.

Nos gustaba espiar al vaquero pues, el muy pillín, echaba agua a la leche sin que nadie le viese, eso creía él, y a la mezcla le seguía llamando leche. Más tarde me enteré de que había que echar agua a la leche para rebajarla, cosa que no entendí muy bien, pero como los mayores se las sabían todas, punto en boca.

Lo que más nos excitaba era cuando acordábamos todos los amigos quedar, por la tarde después de la escuela, a jugar al balón, en medio de la calle de Diego de León o en la de Claudio Coello, o, incluso algunas veces, en la de Velázquez. Así que, íbamos tan ufanos y contentos a la escuela, y lo primero que hacíamos en el patio era cantar el Cara al Sol y, tras dar los buenos días a la directora, que era mi abuela je, je, je, y a las profesoras, subíamos a las clases para que nos enseñaran a hacernos unos hombres del mañana, pues eso es lo que nos repetían machaconamente.

Por la tarde, después de hacer una fila para que nos dieran una ración alimentaria, por cortesía de los americanos, consistente en una saquito de leche en polvo y un trozo de queso amarillo tipo Cheddar, salíamos disparados a nuestras casas para jugar el partido.

Una vez le tocaba a uno, y otras a otros, hacer una pelota a base de papel de páginas del periódico ABC liado y atado con cuerdas viejas, lo más apretado posible. Al que le tocaba hacer de pelotero acudía ufano al lugar de encuentro con el amasijo de periódicos bajo el brazo, con la excitación y la duda sobre cuanto tiempo duraría aquel invento sin deshacerse.

La verdad es que duraba suficiente y cuando se rompía el jolgorio que se armaba era de los de toma pan y moja.

Cuando nos cansábamos, o se rompía la pelota de papeles, jugábamos al tacón, con tacones gastados de zapatos de hombre, o hacíamos una excursión a un solar, tapiado, de la calle de Lagasca esquina a la de Diego de León, en donde buscábamos trozos de cristal rotos. Encontrados éstos, salíamos pitando para ponernos, a razón de tres niños en cada farola, e ir dando forma redondeada al cristal con las cabezas de los tres grandes tornillos de la base de cada farola. Al que se le metían trocitos de cristal en el ojo, los demás, imprudentes, nos reíamos. El que completaba un redondel de cristal, recortaba de un cromo la cabeza de un futbolista y lo encajaba todo en una chapa de cerveza, para jugar a las chapas. Por cierto a estas chapas le aplicábamos un tratamiento especial, las poníamos debajo del zapato, cada uno con una, y caminábamos calle arriba calle abajo, raspando la chapa y hablando de nuestras cosas, para que se quedase suavecita y corriera mejor en el circuito que hacíamos. Cosas del Madrid de aquellos años en donde el ingenio ya lo usábamos los niños.

Al salir de mi nostálgica ensoñación, me percato de que el café que me estoy tomando, en la Cafetería Bar Chikito, aunque lo paladeo placenteramente, ni es café, pues es descafeinado, ni lleva leche, pues es largo de agua, ni tiene dos dedos o tres de azúcar en el fondo de la taza, esperándome, pues uso edulcorante artificial.

Sin embargo, me reconforta la recreación mental que hago de mi infancia y me veo otra vez ante mi querido tazón humeante, lleno de leche auténtica y con la certeza de que, cuando entre en mi cuerpo, justo después, ya viene…., ya llega…., el mejor premio, cual es esa especie de melaza dulce y sabrosa que te deja la garganta totalmente adulzada y con energías para volver a vivir otro día.

¡Mmmmmm el café de la infancia!

Gracias por vuestro interés amigos.

3 comentarios:

  1. Bueno, bueno, ya veo que el blog no es nada chiquito, jejeje. Excelente entrada, Antonio! Enhorabuena!

    ResponderEliminar
  2. Cuánta nostalgia...de un Madrid más amable que el actual, pese a la Achicoria,y es que lo material, con ser importante, es más prescindible.
    Y yo que no sabía que eras madrileño.ja.Ja
    ¡Adelante bloguero!Seguiremos tus "estampas" de la capital.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Es estupendo poder leer la Historia desde la historia que todos hacemos; y no solo las personas, sino los establecimientos, paseos, muros, jardines... gracias por mostrarnos esos recuerdos, esa Historia hecha de historias...

    ResponderEliminar